¿Por qué nos cuesta tanto sostener vínculos?
- Mike Aryan
- hace 3 días
- 5 Min. de lectura
Últimamente he estado mirando mis vínculos con más honestidad.
Amigos que alguna vez fueron parte de mi cotidianidad y hoy están lejos. Personas con las que hubo cariño, proyectos, risas, viajes, y que, sin una gran pelea ni un cierre formal, simplemente… se han ido diluyendo.
Y no hablo sólo de ellos; hablo también de mí. De esa parte mía que, a veces, también se cansa, se repliega o se desconecta sin darse cuenta. A la fecha de este articulo, tengo 42 años cumplidos —como muchos de mis amigos andan en esa ronda de los cuarentas y cincuentas—, y aún veo ghosting y silencios incómodos. Relaciones que se sostienen más por nostalgia que por presencia real. Y de ahí el interés de escribir esta ocasión: ¿por qué, incluso con tantas herramientas emocionales y espirituales, seguimos sin saber quedarnos?

Apego y miedo al contacto pleno
Hablar de vínculos es hablar de apego. No del romántico, ni del malsano, sino del patrón emocional que aprendimos en la infancia sobre cómo amar, pedir y permanecer.
Hay quienes viven el amor con hambre y ansiedad: temen perder al otro, buscan fusión, intensidad, certezas. Otros aman con distancia, miedo o control: apenas sienten que alguien se acerca, retroceden o desaparecen. Y muchos oscilan entre ambos extremos: necesitan contacto, pero temen ser vistos. Estos son los famosos apegos descritos por John Bowlby: ansioso, evitativo y desorganizado —formas distintas de haber aprendido a vincularnos con el amor y el miedo—.
Sostener un vínculo a largo plazo implica tolerar la imperfección, aceptar la lentitud, dejar espacio para la sombra. Y eso es algo que aún estamos aprendiendo, porque amar de cerca nos enfrenta con la vulnerabilidad más profunda: la de no poder controlar al otro ni garantizar el mañana.
En tanatología, diríamos que amar también es ensayar la pérdida. Por eso muchos huyen cuando el amor deja de ser ideal y empieza a mostrar sus límites reales.

Lo cultural: vínculos líquidos y agotamiento afectivo
Vivimos en una época donde todo es reemplazable: los objetos, las series, las apps y, tristemente, también las personas. El sistema actual nos enseña a saltar de una experiencia a otra sin procesar lo vivido. Nos enseña a estar hiperconectados, pero emocionalmente dispersos. La cultura del “si no te sirve, suéltalo” se ha vuelto un mantra tan popular que olvidamos una verdad simple: no todo lo que deja de ser cómodo, deja de ser valioso.
Muchos vínculos hoy se sostienen por inercia emocional: por nostalgia, por historia, por no quedar como “el que se fue”. Otros, en cambio, se disuelven sin culpa, como si lo humano también fuera desechable. Y a veces no es que falte amor, sino energía y disposición emocional. Ciertamente, estamos cansados, sobreestimulados, corriendo detrás de metas personales o exigencias sociales. Y entonces el afecto se va quedando sin espacio real para respirarse.

Lo sistémico y transgeneracional: la herencia de no quedarse
Desde la mirada sistémica, hay algo más profundo: el alma familiar. Hay clanes donde amar fue peligroso, donde quedarse trajo pérdida, muerte, enfermedad o abandono. Y entonces el sistema hereda una orden silenciosa: "No te apegues, no te quedes, no ames demasiado, porque eso duele."
Esa información invisible viaja por generaciones, se almacena en la memoria emocional de la familia. Por ejemplo: una abuela que quizás amó a alguien que la traicionó, o un abuelo que emigró y nunca regresó a casa. Quizás amantes ocultos, hijos no reconocidos, amores rotos. El inconsciente familiar siempre intenta protegernos repitiendo la huida.
A veces no sostenemos vínculos no porque no queramos, sino porque le somos fieles a los que no pudieron sostenerlos antes. Y esa fidelidad se disfraza de independencia, desapego o "soy mejor solo y no necesito a nadie". Pero en realidad, muchas veces es un programa inconsciente de reparación.
Sanar esa lealtad requiere mirar hacia atrás y decir: "Queridos ancestros, yo los honro, pero elijo quedarme. Elijo amar sin desaparecer del mapa."
El Tarot y el arte de vincularnos
En el lenguaje del Tarot, hablar de vínculos es hablar del simbolismo de las Copas. El palo que representa el mundo emocional, la sensibilidad, la empatía y la pertenencia. Las Copas son el territorio del alma que busca encuentro. Y cuando están en sombra, muestran justo lo que vivimos hoy: relaciones vacías, fugas, dependencias, desbordes o sequías afectivas.
Antes de mirar los arcanos mayores, quiero recordar tres arcanos menores que nos hablan de esta dificultad para permanecer:
Cinco de Copas: el duelo del amor no correspondido, la mirada fija en lo que se perdió, incapaz de ver lo que aún queda vivo.
Siete de Copas: la ilusión y la dispersión emocional; quien busca vínculos como escapes, no como encuentros reales.
Ocho de Copas: el momento en que uno se va… pero no porque odie, sino porque siente que algo interno lo llama a otro lugar. Es la representación del alma que se retira sin entender del todo por qué se va.
Todos, en algún momento, hemos sido alguna de esas copas derramadas, confundidas o vacías.

Con respecto a los Arcanos Mayores, encuentro cuatro cartas que en su sombra, clarifican este tema:
El Loco: la libertad sin raíz. El que ama intensamente, pero no soporta la permanencia, pues su naturaleza es huir sin arraigo.
Los Enamorados: la indecisión eterna; querer todo, temer perder algo, no saber elegir e intoxicar el vínculo.
El Ermitaño: el sabio que se aísla; donde el exceso de introspección revela el miedo a ser tocado. El miedo a reconocerse como lo anticuado, lo viejo, lo prescindible.
El Colgado: el que aprende a quedarse quieto y sacrificarse, aún a costa de su incomodidad. Es lo estático que no propone avance o sostén.
Reflexión final
Tal vez la vida adulta sea eso: honrar los vínculos que nos nutren, despedir con gratitud los que ya cumplieron su ciclo, y reconocer cuándo somos nosotros quienes ya no tenemos más para dar.
Saber sostener vínculos no siempre significa quedarse; a veces significa cerrar con amor, sin ghosting, sin desaparecer. Mirar de frente lo que ya no vibra igual, agradecer y seguir caminando.
Porque la madurez emocional no se mide por cuántas personas tenemos cerca, sino por cuánta presencia real podemos ofrecer y recibir.
Este trabajo se vuelve profundamente revelador cuando nos atrevemos a mirarlo: aprender a reconocer las fugas, mirar las heridas del apego, soltar los mandatos familiares y practicar una forma más consciente de permanecer. Creo que al final no se trata de forzar los vínculos, sino de habitar el propio corazón con más coherencia. Y cuando eso sucede, la soledad deja de doler y empieza a sentirse como espacio... lleno de ti y disponible para otros. Desde ahí, los vínculos ya no se sostienen por necesidad, sino por elección.

Si este texto resonó contigo, te invito a dejar tus comentarios, compartirlo o agendar una sesión terapéutica conmigo. A veces, cuando no sabemos sostener el pasado, el presente nos invita a comprenderlo desde otro lugar.
Te mando un abrazo desde el apego seguro ;)
Texto de autoría propia. Todos los derechos reservados ® Mike Aryan
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