Las sandalias del adiós: un relato sobre amor, pérdida y memoria
- Mike Aryan

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Un relato sobre la forma en que los recuerdos nos siguen abrazando.
Hay amores que no terminan con la muerte. Hay vínculos que permanecen silenciosos en los objetos cotidianos: una prenda, un aroma o una joya. En cada historia de duelo hay un instante donde la vida se detiene, y otro donde, sin darnos cuenta, vuelve a respirar.
Este relato es un episodio profundamente personal de mi historia, una despedida que me enseñó que el amor también puede ser abrigo, y que los recuerdos no son solo nostalgia: son raíces que nos pueden sostener.
Este Día de Muertos 2025 lo comparto con profundo respeto y gratitud, como homenaje a todos nuestros seres que se adelantaron y que, incluso desde su ausencia, siguen enseñándonos a vivir.
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Las calles se adornaban de sombreros y banderas tricolores, pues se acercaban las fiestas patrias. En familia, había expectativas de festejo, pero todo dependía de una noticia crucial.
—¿Crees que mi abue sí nos pueda acompañar al Grito? —dijo Ángel por teléfono.
—Esperemos que la den de alta antes… —le contestó su madre.
Ante la duda, Paloma le insistió:
—Ve a visitar a tu abuela, hijo.
—Sí, mamá. Hoy planeo ir al hospital.
—Estoy segura de que le dará mucho gusto verte. Igual y se recupera más rápido.
Ángel cruzó toda la ciudad como era costumbre, con esa mezcla de culpa y cariño que da no llegar antes. Pensó en una sorpresa colorida para su abuela, así que, antes de llegar, compró un ramo de gerberas frescas.
El hospital le pareció frío y bastante ajeno, como si todo estuviera en pausa. Pero al subir a la habitación… sus ojos se llenaron de optimismo.
Ahí estaba Conchita. Frágil, conectada al suero, con el cuerpo cansado pero con el rostro iluminado.
—¡Mijito, qué milagro!
—¿Cómo estás, abue?
—Ay, bien contenta de verte, mi niño…
Su voz era débil, pero su sonrisa tenía fuerza. Conchita lo tomó de la mano como si todavía pudiera cargarlo, y por un segundo, Ángel fue otra vez ese niño que se quedaba dormido en su regazo, mientras ella tejía viendo sus novelas del canal 2.
—¿Me ayudas a ir al baño? —le dijo su abuela con esfuerzo.
—Sí, abue. Voy.
—Pásame mis sandalias, mijo. Traigo la cosa esta del suero y no me quiero resbalar.
Ángel la sostuvo con paciencia, era difícil no sentir su fragilidad. El cuerpecito le temblaba, pero en cada paso había una dignidad dulce. Como siempre, su abuela hacía un esfuerzo por vivir.
Y cuando volvió a la cama, miró a su nieto con ternura.
—¿Me sobas con energía, mijito? —le pidió inocentemente.
Ángel se sonrió. Le dijo:
—¿Quieres Reiki, abue?
—Sí, mi amor —contestó Conchita, mientras cerraba los ojos.
El suero caía gota a gota, y las gerberas descansaban en un florero improvisado. Mientras la tele solo hacía ruido, Ángel le susurraba sanación. Al caer la noche, se despidió:
—Si todo mejora, mañana te dan de alta, abue. Te vamos a hacer tus pambacitos para el día del Grito.
La besó en la frente. Conchita, visiblemente cansada, le sonrió y alcanzó a decirle:
—Sí, mijito. Hasta mañana…
Pero no hubo un mañana.
Esa misma madrugada, la noticia llegó.
Doña Conchita había muerto.
Condujo rápido de regreso, con el volante frío entre sus manos y un hueco en el estómago. Las calles estaban vacías y el aire, denso e irrespirable.
Pero si la acabo de ver… pensaba desconcertado, intentando romper su propio silencio.
Ahora, el lugar se sentía más largo y más lejano. No sabía cómo dirigirse sus familiares, a quienes pidió permiso para despedirse del cuerpo de su abuela.
Le acarició la frente fría, donde puso su último beso, mientras el corazón se salía, triste, por su pecho.
Después de un rato del inevitable papeleo de hospital, su tía le pidió un favor muy especial:
—Van a preparar el cuerpo de tu abuela. Porfa sube de nuevo para que no se haya quedado nada en la habitación.
Ángel subió de nuevo al piso cuatro.
Las gerberas seguían ahí, ahora marchitas, como si también hubieran soltado su último aliento. Y debajo de una silla, encontró sus sandalias de color rosa.
Conchita prefería usarlas porque ya ningún otro zapato le quedaba.
Sus pies, hinchados por los medicamentos, solo soportaban ese par fiel y desgastado.
Ángel las tomó. Las sostuvo fuerte, como si todavía pudieran llevarla a casa. Bajó las escaleras, escalón por escalón, con las sandalias en la mano y el alma pendiendo de un hilo.
Al llegar a planta baja se encontró con su madre, que lo esperaba con los ojos llenos de lágrimas.
Las piernas le temblaron, el estómago se encogió y las rodillas se le doblaron. Y se dejó caer, derrumbado, en el último escalón, con las sandalias del adiós en su regazo… y la infancia deshaciéndosele entre las manos.
No lloró fuerte: lloró de amargura, con ese lamento silencioso que sólo conoce quien ha perdido algo que no se reemplaza.
Ángel sabía que no eran solo sandalias: eran ella. Eran su último paso, su último intento por estirar la vida.
Con los meses, el dolor de esa madrugada se transformó en una sombra que lo seguía a todas partes. Una tarde fría de diciembre, Ángel buscaba con qué abrigarse.
Abrió su clóset, y encontró las alas de vampiro.
Las alas eran el nombre que Conchita le había puesto a su poncho favorito, aquel que utilizaba para envolverse con Ángel cuando era niño, y que fue símbolo de su conexión.
Ángel las guardó durante años y nunca las devolvió. Conchita lo sabía, quizás simplemente quiso que su nieto se las quedara.
Tomó las alas y las acercó a su rostro, pues todavía despedían, tímidamente, un olor a Anaïs Anaïs. El poncho olía a su abuelita.
Se envolvió en ellas, se sentó en el suelo y se recargó en la pared. Por primera vez en meses, no lloró. Solo respiró.
Desde entonces, cuando no sabe cómo seguir, se cubre con esas alas. Se cubre para recordarla.
Porque a veces, el amor no se queda en el cuerpo: se queda en los objetos.
En los pasos que ya no suenan.
En las flores que ya no se abren.
En las sandalias que ya no caminan.
Y se queda en la forma en que uno aprende a vivir con lo que se fue… y que, todavía, nos sigue abrazando.
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Nota del autor
Este relato pertenece a mi próximo libro, una compilación de memorias autobiográficas con ficción titulada Cartografía Emocional, donde exploro la ternura, el amor y la pérdida como territorios que nos transforman.
Los nombres y algunos detalles de este futuro libro han sido modificados por respeto a la intimidad familiar y a la de mis recuerdos.
En Cartografía Emocional, “Ángel” es un alter ego literario que utilizo para narrar distintas etapas de mi propia vida, como una forma simbólica de exploración interior.
Aunque el nombre de mi abuela es otro, su esencia y su amor permanecen intactos en cada palabra.
Ojalá al leerlo, sientas —como yo sentí al escribirlo— que el amor no se extingue con la muerte. Solo cambia de forma. Y a veces, cuando menos lo esperas, vuelve a abrazarte en aquello que te recuerda quién eres.
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Mike Aryan








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