Un breve homenaje al Hierofante del alma.
- Mike Aryan
- 21 abr
- 3 Min. de lectura
Hoy que te has ido, honro una parte de mí que por fin se sintió vista.
Este no es un texto cualquiera. Es una carta de mi testimonio, una noticia sensible que toca fibras profundas a nivel mundial de quienes hemos vivido una espiritualidad en conflicto. Es también, quizá, un acto de sanación.
El joven servidor
Entre los 14 y los 21 años, formé parte de un grupo católico juvenil. Acompañaba a otros jóvenes para que hicieran el sacramento de la Confirmación. No era una tarea menor.
Organizaba retiros, aprendía sobre liturgia, servía en misas, hacía actividades de caridad… todo con genuina devoción, esa que quizás solo se siente cuando eres joven. En ese espacio, encontré una forma de sentirme útil, amado y guiado. Quizás también fue el único lugar (hasta ese entonces) donde podía estar cerca de lo sagrado sin cuestionarme tanto. Nuestra jaculatoria –una frase breve que se utiliza en contextos religiosos para expresar la fe– era simple, pero profunda: “Espíritu Santo, ilumina nuestra juventud.”

El exilio espiritual
Pero no todo era armonía. A medida que despertaba a mi identidad como joven gay, sentía una tensión creciente.
Por un lado, amaba mi fe. Por otro, comenzaba a entender que ser yo mismo podría significar quedarme fuera. Hubo bullying, silencios incómodos, incomprensión por mi forma de ser. Así fue como decidí alejarme... no dejé de creer en Dios, pero sí me alejé de la institución que no sabía cómo abrazarme sin herirme.
Y dejé ese grupo escudado en los compromisos de la vida universitaria, quizás como una forma de autoexilio. Me dolió mucho, porque también dejé un rol: el joven que servía, el chavo que predicaba, el adolescente que organizaba, el joven que creía.
¿Cuántos como yo se alejaron... no de Dios, sino de la mirada de la Iglesia que los juzgó?

Yo solo quería amar a Dios
Con los años, poco a poco y tras visitar los caminos de la metafísica, el esoterismo, la espiritualidad, la meditación, la terapia y el budismo, descubrí que había algo más profundo aún: un joven que sólo quería amar a Dios sin miedo. Que no entendía por qué, para hacerlo, tenía que esconder su verdad.
Hace algunos años, no muchos, hice un ejercicio simbólico que jamás olvidaré: pinté una cruz de madera con los colores del arcoíris. La puse en mi altar con intención: para recordarme que está bien ser quien soy. Que también yo soy hijo de Dios.
Ese acto fue una pequeña reparación: decirle a mi alma que ya no tenía que elegir entre su fe y su identidad.

El Papa que abrió la puerta
Y entonces llegó el Papa Francisco. Con sus gestos, sus silencios elocuentes... sus frases como: “¿Quién soy yo para juzgar si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad?”.
No cambió doctrinas. Pero cambió las miradas. Y a veces, eso cambia más que una encíclica.
Cambió el tono. Y eso, para muchos como yo, fue un acto sanador.
Mientras los dogmas se discuten, las miradas legitiman. Aunque su postura fue ambigua en ocasiones, el hecho mismo de hablar de la existencia de la diversidad sexual, desde el respeto y la humanidad, abrió un espacio donde antes solo había silencio.
Y en el Tarot, el Hierofante –el Arcano V– es quien transmite lo sagrado sin imponerlo. El guía que bendice sin excluir. Estoy convencido que Francisco fue ese Hierofante para muchos de nosotros: nos recordaste que la fe también podía ser hogar para quienes crecimos en la orilla. No por nada fue un Papa muy apreciado inclusive en comunidades ateas y agnósticas.

Hoy te despedimos, Francisco... no como al líder de una Iglesia. Te despedimos como el hombre que ayudó a sanar una parte nuestra que ha vivido en exilio sistémico de la fe.
Gracias por dejar esa puerta entreabierta.
Gracias por cambiar el tono, aunque no cambiaras las reglas.
Gracias por nombrarnos, aunque no todos supieran qué hacer con eso.
Buen viaje, Francisco.
Buen viaje, Hierofante del Alma.
Texto de autoría propia. Todos los derechos reservados ® Mike Aryan
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